La pandemia ha convertido algunos conciertos de clásica en un extraño simulacro. Músicos que tratan de actuar con la misma naturalidad de siempre frente a un público invisible, que no tose ni carraspea o deja sonar sus teléfonos, pero que tampoco aplaude. En el ámbito germano se habla de Geisterkonzert para designar una actuación en directo con el público ausente y conectado a distancia por medio de ordenadores, televisores inteligentes y dispositivos móviles. El tercer confinamiento decretado en Austria, tras la pasada Navidad, ha convertido el tradicional Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena en un concierto fantasmal. Y no por la ausencia del glamur y la ostentación habituales en la platea y palcos de la sala dorada del Musikverein, que también, sino por el efecto que provocan, en la orquesta y el director, dos mil corazones latiendo al compás de la música.
Riccardo Muti (Nápoles, 1941) ha planteado su sexto Concierto de Año Nuevo, desde 1993, como si no hubiera cambio alguno. Ya en su primera aparición sobre el escenario saludó con normalidad a una platea vacía. Arrancó con solemnidad, pero dejando tocar a los músicos de la Filarmónica de Viena. Y escuchamos una versión confortable y elegante de la marcha de la opereta Fatinitza, de Franz von Suppè, que era novedad en el Concierto de Año Nuevo. Esa “habitual ensalada de patatas vienesa adornada con gajos de naranjas italianas”, como la retrató el Wiener Abendpost tras su estreno, en 1876. Una mezcla de sabores que deleita al director italiano, tal como muestra el programa que ha elegido para esta 81ª edición del Concierto de Año Nuevo.