UNINTERLINGUA 2020

entregarlo a mi hija, como una carta que ella se comprometía a hacer. La cárcel estaba llena de mensajes póstumos, quién sabe cuántos habrían intentado suicidarse antes que yo. Yo nunca lo intenté, yo iba a comenzar a escribir mi mensaje póstumo cuando esa luz tan maravillosa que llama- mos Periodismo, como que me iluminó. Porque a mí el Periodismo me salvo de la cárcel, no me salvó otra cosa. Fue el Pe- riodismo lo que me mantuvo vivo y lo que me ayudó a seguir en pie. Porque cuando estaba yo escribiendo el mensaje para mi hija, en la pared, para despedirme y tratar de hacer el intento de suicidarme, yo es- cuche que en una de las celdas contiguas llegaron unos policías. A empujones me- tieron a un preso, y lo golpearon hasta la muerte, casi hasta la muerte y ese preso toda la noche se estuvo quejando, y mien- tras quejido y quejido que platicaba, se es- cuchaba a otros presos que comenzaron a preguntarle que quién era el preso, que se estaba quejando y él fue el que dijo que él era Arizmendi, “El Mochaorejas”. Para ese tiempo, en el que yo llevaba como dos meses en esa área, ya todo el mundo sabía, por platicas que habíamos tenido, pues que yo realmente no era narcotraficante, sino que era un reportero que estaba ahí por una situación de vio- lencia del gobierno federal contra mí. Esa versión fue avalada por el propio Rafael Caro Quintero, que era finalmente el Capo de la cárcel. Me fui ganando poco a poco el cariño de Rafael Caro Quintero. Él, de alguna forma, avaló mi función reporteril dentro de la cárcel. Cuando estuvo el “Mochaorejas” ahí, en esa sección, que yo le pregunté quién era y qué hacía, y comenzamos a platicar, como en una especie de entrevista, pues todo el mundo estuvo atento a la plática y eran platicas que duraban toda la noche, no teníamos nada qué hacer, más que platicar. Y después de varios días, tres días a lo mejor de estar platicando con el “Mochaorejas” decidí plasmar aquellas pláticas como en una especie de bitáco- ra, de dialogo, en los papelitos que me regalaba el policía con el grafito que yo tenía que hacer en la pared. Ahí comen- cé a hacer unos… pequeñas frases para recordar esas ideas, las guardaba las frases. En ese tiempo, tenía la visita de mi hija, que me visitaba cada 15 días y me veía 10 minutos por el locutorio, lo- cutorio: un pedazo de vidrio plástico con tres hoyitos, por donde platicábamos mi hija y yo. Y apenas, podíamos saludarnos y vernos, yo aprovechaba esas visitas porque llegaba un policía… un guardia, que me decía “Vístete” me aventaba un pantalón, me aventaba mi uniforme, me vestía. Pues, yo aprovechaba y sacaba 3, 4, 5 papelitos, los que cupieran, no les digo en dónde, pero los que cupieran, los sacaba, me los metía, así los metía. Y cuando estaba con mi hija, los sacaba nuevamente y se los pasaba por los ho- yitos del locutorio. Y yo le decía a mi hija, “guárdame esto, son apuntes y algún día voy a salir, y los voy a utilizar”. Mi hija tomaba los papelitos, los metía en su za- pato, se los llevaba, los sacaba y me los fue guardando. Aquellas bolitas de papel higiénico, que fui haciendo de apuntes, cuando salí de la cárcel 3 años y 5 días después, me sirvieron para hacer lo que es el libro de “Los Malditos”, publicado en el 2013 y “El Último Infierno”, que es la segunda parte de “Los Malditos”, publi- 75

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