El conejo y la liebre

Teoría de la clase ociosa’ es uno de esos raros textos que nos convencen de la existencia de una inteligencia extrema

Escultura de Jeff Koons en la casa de subastas Christie's de Nueva York el pasado 3 de mayo.

Noventa y un millones de dólares se han pagado en mayo por un conejo. Eso sí, el conejo es de acero, brillante, y tiene autor, Jeff Koons, el mismo responsable del perro que se sienta delante del Gugui en Bilbao. Lo ejecutó en los ochenta. Desde entonces pasó por algunas manos y, con esa venta en Christie’s, se acaba de convertir en la pieza de arte contemporáneo más cara que se recuerda. Un metro de conejo inoxidable del que se asegura que “es un icono del siglo XX”. Por lo que a su venta toca, su fama podrá ser efímera. Según cómo va ese mercado, casi seguro que la cifra será superada antes de este mismo año. Ese conejo tiene además tres compañeros del mismo autor. Con todo, en el mercado de los objetos, habrá tenido su momento de gloria.

Los conejos nos fascinan y divierten desde antaño. Pero no suelen ser tan caros. El Museo de Cádiz guarda uno, romano, bellísimo. Sería todavía hoy el mueble base de cualquier lugar de confort. Pero, si de ellos hay que hablar, la que tiene que venir a escena es la más hermosa de esas criaturas construidas, la liebre, la maravillosa Liebre de Alberto Durero. El asunto radica en si queremos comparar precios o temas. Thorstein Veblen, un autor genial de vida complicada —perteneció a la asombrosa gran generación pragmatista de los pensadores norteamericanos—, ha pasado a la historia por una sola obra. Su Teoría de la clase ociosa es uno de esos raros textos que nos convencen de la existencia de una inteligencia extrema que podría haber discurrido oculta. Ese libro es un tesoro. Avanza una plantilla general de la que podemos sacar muchas más conclusiones de las que allí constan. Desata nuestra capacidad reflexiva como la buena sociología sabe hacer. Contiene un nuevo concepto fundamental: “Consumo conspicuo”. Ahí va: Las clases verdaderamente ricas trabajan endemoniadamente para mantener su obligación de ocio. Han adquirido la fatal obligación de gastar en un tipo de bienes que sólo ellas pueden llegar a adquirir. Su consumo no es ni puede ser el de las gentes del común. Entran en una carrera desesperada de emulación con su propio círculo a la caza y captura de objetos de disfrute especialísimos. Por ejemplo, el conejo de acero, que, por lo demás, es una figura sumamente simpática.