Andrés de la Cruz, heredero de una tradición de sombreros de palma

Originario de esta tierra, donde nació hace 73 años, don Andrés de la Cruz González camina lento, apoyado del brazo de alguno de sus hijos; aunque su figura está encorvada, mientras sube al templete donde será reconocido como Tesoro humano vivo, se le ve erguido y orgulloso, contento porque su comunidad lo aplaude y porque le llegará un estímulo que le permitirá seguir haciendo lo que tanto le apasiona: tejer el sombrero de palma.

Fue hace unas semanas que por recomendación de las autoridades tradicionales de su pueblo se le seleccionó como candidato a este reconocimiento que celebra los aportes que como artesano, preservador de una técnica original, hace a Zinacantán, a Chiapas y a todo México.

El proceso no fue fácil, pues Zinacantán (Lugar de murciélagos) es una tierra fértil en valiosos artesanos, pero finalmente fue seleccionado él, quien es el único que actualmente teje sombreros de palma con la técnica heredada de su abuelo y quizá de los abuelos de sus abuelos, y la cual ha transmitido ya a sus hijos e incluso a sus nietos, con la esperanza de mantener esta tradición.

“Yo empecé a tejer cuando tenía siete u ocho años, empecé haciendo tejido simple y fue como a los 18 o 20 años que empecé a darle ya forma al sombrero, recuerda en entrevista, mientras en la plaza principal de su pueblo se escuchan los tradicionales sonidos de la marimba chiapaneca.

“Le enseñó también a mi papá y yo le he enseñado a mis hijos y ahora a mis nietos, porque no quiero que esto se pierda”, explica mientras otros miembros de su familia se congregan para arroparlo; para apoyar la traducción del español al tsostil, de lo que no alcanza a comprender en la plática.

En la plaza, todo se alista para comenzar la segunda jornada de la Gala Identitaria de Zinacantán, la primera de las que se han programado en el marco de la Cruzada Nacional contra el Hambre y el programa “México, Cultura para la Armonía”, cuyo objetivo central es impulsar la creación artística local y dignificar las manifestaciones culturales y festividades tradicionales, apoyando la economía familiar de los creadores populares.

Cuando yo me muera, dice con seriedad, aunque se niega a creer realmente que pueda llegar el momento en que deje de tejer, esto ya se le queda a mis hijos y a mis nietos, para que sigan haciendo tradición.

Un pedacito de efímera gloria

Estoy muy contento con este premio, ya voy a trabajar más gustoso, señala don Andrés, quien aunque desconoce el monto del estímulo económico que se le ofrecerá, confía en que le alcance para estar más tranquilo y comprar materiales para seguir haciendo sus sombreros, en los que, dice, se tarda hasta tres meses en confeccionar, pues a más de seis décadas de haber empezado a tejer, la vista ya no le ayuda.

Sus obras hoy tienen más valor por eso, pues son producto de la habilidad y destreza de sus maltratadas manos y del alma que pone en cada creación.

“Primero tejo dos rollos de palmitas así, luego uno de palma negra y palma tinta, combinadas, y ya con eso empiezo a darle forma; es algo difícil, me acabó la vista, pero me gusta y seguiré haciéndolo hasta que me muera”, expone, a la vez que recuerda que un amigo le ha mandado un lente pero no tiene mucho aumento y él ya necesita “unos más chingones” para volver a ver lo que teje.

Lo más difícil, reconoce, es la venta de sus creaciones, pues por el tiempo y el trabajo que realiza no son tan baratos. Un sombrero de palma hecho por él, con tejido y técnica original, cuesta como mil 200 pesos, y eso no lo paga cualquiera. Esos los vende en San Cristóbal, Navolón y Santo Domingo.

No obstante la edad, la vida de don Andrés no ha cambiado mucho, pues sigue dedicando muchas horas del día a su trabajo; antes salía a la milpa a las seis de la mañana y dedicaba 12 horas o más a las labores del campo que combinaba con las del tejido de palma; ahora, dice, sigue yendo de vez en cuando a sembrar hortaliza para comer, pero su mayor tiempo se lo dedica a los sombreros, pues por su problema de vista puede tardar cada vez más.

“Me acuesto cuando me da sueño, nueve o 10 de a noche”, comenta el anciano, quien vive con su esposa, tiene seis hijos, cuatro mujeres y dos hombres, y cuatro nietos; todos con la misma forma de vida, para llevarse a la boca un poco de frijoles, verdura y tortillas, y en buenos tiempos, si hay venta, un poco de carne o pollo y pan.

Escucha su nombre y se levanta gustoso (….) sube al estrado apoyado por uno de sus familiares y agradece en tsotsil que se le reconozca, refrenda su compromiso con la tradición y baja entre aplausos.

Más tarde, cuando comienzan a caer las primeras gotas de lluvia sobre el lugar, se despide y con su diploma abrazado regresa a su vida de todos los días y a su tejido de palma que lo espera paciente, como durante más de 60 años.

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