En la noche del jueves 9 de noviembre de 1989, los alemanes, forzados a vivir amurallados durante 28 años, experimentaron el desplome del Muro de Berlín como uno de los pocos sucesos plenamente felices de su historia desde 1914.
Sin tiempo para tomar aliento, la nación germana protagonizó nefastos fenómenos desde el inicio de la Gran Guerra hasta ese nublado día de otoño de finales de los 80: el auge del nazismo en los años 30, el Holocausto judío, la Segunda Guerra Mundial, la destrucción de su territorio y el aislamiento como sociedad.
Lo que siguió a partir de 1945 fue una posguerra de hambre y sufrimiento. Lo que quedó de Alemania tras la derrota de Hitler fue cuarteado y entregado temporalmente a Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Rusia. Desde entonces, los sistemas capitalista y comunista comenzaron su inquietante Guerra Fría.
La existencia de dos Estados alemanes se concretó en 1949, año de fundación de la República Democrática Alemana (RDA) y de la República Federal de Alemania (RFA). La división se perfeccionó en 1961, con la construcción de la muralla de concreto, cuyo objetivo fue frenar el éxodo de oriente a occidente, que durante esos años fue del orden de 225.000 personas por año.
El 13 de agosto de ese año, la frontera berlinesa amaneció sellada con alambres de púas, vallas y un foso de medio metro de profundidad y otro tanto de ancho, la cuota inicial del ‘muro de la infamia’. Así, de la noche a la mañana, familiares y amigos fueron separados a la fuerza.
Las ciudadanas Standke y Merkel
“Los 28 años de convivencia obligada con el Muro transcurrieron como un zarpazo. Crecimos, vivimos, trabajamos y tuvimos momentos buenos y malos, como todo el mundo, solo que fuimos observados permanentemente y, sobre todo, restringidos”, sintetiza R. Standke, periodista germano oriental que en 1989 tenía 35 años. Ella pertenece a la generación que puede contar la historia completa: antes, durante y después del Muro.
Su contemporánea más ilustre es Ángela Dorothea Merkel, que en el 2005 se convirtió en la primera mujer y en el primer ciudadano de la RDA en llegar a la jefatura de gobierno de la Alemania reunificada.
Ambas tenían 7 años cuando la muralla fue construida y una carrera ya cimentada cuando sucedió la conmoción gloriosa de su derrumbe.
Merkel era investigadora de la Academia de las Ciencias de Berlín Oriental y Standke, redactora del semanario de política exterior ‘Horizont’. No son amigas, pero se reconocen en los eventos en los que coinciden; Merkel, en su calidad de gobernante más influyente de Europa, y Standke, como coordinadora de la Asociación de Prensa Extranjera. Sus relatos de cómo vivieron el derrumbe del Muro parten del mismo punto: la caída del máximo símbolo de la represión comunista tomó por sorpresa a todos.
A Merkel la grandiosa noche la sorprendió en “la sauna a la que iba todos los jueves con una amiga”. Standke se encontraba en la redacción del semanario. A Helmut Kohl, entonces canciller de la Alemania Federal, le llegó la noticia, de acuerdo con sus memorias, durante una cena en el Hotel Marriott de Varsovia, donde se encontraba de visita, para “mejorar las relaciones bilaterales con Polonia”.
Sin poder tocarlo, pues estaba fuertemente custodiado, en los meses previos a noviembre del 89, los ciudadanos de la RDA ya habían comenzado a ‘martillar’ la pared con la perseverancia de sus marchas mudas, que la historia bautizó como la Revolución Pacífica.
“Durante 1989 presentíamos que algo iba a suceder –dice Standke–. Desde agosto, las concentraciones en las calles aumentaron. Ir al centro de Berlín después del trabajo, para andar con la gente, se convirtió en la primera rutina social de libre elección. Yo asistía a manifestaciones, pero me movía con sigilo y temor a caer en la equivocada. En la mayoría de concentraciones no se pedía nada. El Muro operaba como un imán, y la gente terminaba siempre acercándosele. Comenzó a caer cuando perdimos el miedo a concentrarnos”.
La gente que se manifestaba no sabía que la RDA estaba quebrada. El 30 de octubre de 1989, una comisión de cinco expertos, presidida por el jefe de gabinete, Gerhard Schürer, ya fallecido, entregó a la dirigencia un informe secreto en el que se consignó la insolvencia del país. Según el documento, la salvación era “una urgente renegociación de la cooperación con la Unión Soviética”.
Mientras el Comité Central esperaba el salvavidas que Mijaíl Gorbachov, líder de la URSS, nunca autorizó, la gente seguía marchando, hasta que, el 9 de noviembre, a las 8 de la noche, a la multitud que estaba en la calle le llegó el eco de una rueda de prensa, ofrecida por Günter Schawobski, funcionario del Partido Comunista. En ella se reveló que había entrado en vigor una nueva y generosa reglamentación para la expedición de salvoconductos de viaje.
Abrir fuego o abrir la frontera
Fue entonces cuando llegó el momento de Harald Jäger, oficial de la Policía de Fronteras, quien esa noche estaba al mando de 33 guardias armados en el paso de la calle Borhnolmer, epicentro de la conmoción.
En sus memorias consignó así ese instante: “Conocí de la rueda de prensa hacia las 8. Paralelamente, un mensajero policial me entregó la orden de no dejar pasar a nadie. La multitud se agolpó y mis hombres se crisparon. La gente quería obtener un sello de inmediato. La montonera era monumental. No tuve espacio para consultar con nadie. La única alternativa para despejar el ambiente era ordenar a mis hombres que abrieran fuego. Me pregunté a mí mismo qué hacer. Dejar pasar a la gente significaba cometer el delito de contravenir una orden. Abrir fuego significaba matar. Le dije a mi gente que guardara las pistolas.Hacia las 11 p.m. abrí la frontera, como quien abre un palomar. No se registró un solo herido, ni siquiera por los empujones. Todo transcurrió sin que se derramara una gota de sangre”.
Y continúa Standkde: “La sociedad de la RDA era disciplinada. Todos sentíamos miedo de tocar esa pared. Como en procesión, pasamos a Berlín occidental. Lo logré en la madrugada del 10. De ese lado de la ciudad, la gente sí gritaba jubilosa. Nos daban la bienvenida como si hubiésemos regresado de un viaje al espacio. Los del oriente estábamos pasmados. Vi a gente comiendo bananos (no se conseguían en la RDA) a esa hora de la madrugada y me pareció ridículo. A las 4 a. m. regresé a casa, porque a las 8 tenía que trabajar y así lo hice”.
Después de la sauna, Merkel se enteró de la novedad por la excitación en la calle. Ella también pasó la frontera de madrugada. Alguien le extendió una cerveza y se la bebió. Su primer reflejo fue pedirle a una señora que estaba en la calle que la dejara hacer una llamada por teléfono.
“Entré a su casa y llamé a una tía del occidente, la saludé y le conté lo que estaba pasando. Ella ya sabía todo. Luego divagué por las calles de Berlín occidental con unos conocidos y antes del amanecer volví a casa. El viernes me presenté a trabajar y unos días después hice un viaje a Polonia. Allí me dijeron que la reunificación era inminente. La RDA había comenzado a ser un asunto del pasado”, ha contado la Canciller.
En entrevista con el diario berlinés ‘BZ’, el exoficial Harald Jäger dijo que no es un héroe. “Héroes son quienes arriesgan su vida por salvar a otros, y yo no sentí que la mía estuviera en peligro. Las que sí lo estuvieron son las de esas miles de personas que presionaron en la frontera y las de los policías armados. Un paso en falso de nuestra parte habría generado una mortandad, y yo habría tenido que responder por todos”, explicó este hombre de 66 años.
“La RDA fue un Estado dictatorial que pasó por alto y pisoteó los derechos humanos de sus ciudadanos. Celebrar su desaparición es parte integral de nuestro gran regocijo como nación unida y democrática. Vigilar que nunca más vuelva a suceder es nuestra tarea como sociedad libre”, expresó Merkel hace unos días, cuando un grupo del partido Die Linke cuestionó qué tanto se ha ganado con la reunificación.
“El balance en cuanto a desarrollo económico no está finiquitado –admitió Merkel en su último balance sobre el estado de la reunificación–. Todavía existen diferencias en el nivel de ingresos y el acceso al trabajo entre los ciudadanos de los cinco nuevos Estados federados (provenientes de la RDA) y los 11 del occidente. La meta es que en el 2019 ya no sea posible hablar de diferencias en el nivel de vida de las dos regiones”.
Expertos, como el economista Joachim Müller, del Instituto para el Desarrollo del Mercado Laboral de Núremberg, sostienen que borrar las diferencias en ese lapso es difícil, pero posible.
“Hasta el 2005, las perspectivas eran modestas –recuerda–. En ese año, la tasa de desempleo en el oriente se situaba en el 18,7 por ciento, mientras que ahora la cifra alcanza el 9,8 por ciento, frente al 6 del occidente, lo que significa una reducción del 50 por ciento en nueve años”.
Sin embargo, según la Central de Estadísticas de Alemania, el PIB per cápita de un germano oriental corresponde apenas al 66 por ciento de lo registrado en el occidente, donde se producen un promedio de 53.611 euros por habitante al año.
Además, de acuerdo con una encuesta del Instituto Demoskopie Allensbach, contratada por 14 medios, persisten los prejuicios de lado y lado sobre los vecinos. Así, por ejemplo, seis de cada diez alemanes del oriente siguen catalogando a los occidentales como “arrogantes, soberbios y ambiciosos”, mientras que ocho de cada diez alemanes del occidente consideran a los orientales como “desconfiados, descontentos y demasiado dependientes del Estado”.
Hace 25 años, el Muro de Berlín se desplomó y despertó a Alemania de una pesadilla que duró casi un siglo. Hoy, en pleno siglo XXI, el sueño de una sola nación, sin diferencias entre sus ciudadanos, se sigue construyendo.