El Guggenheim Bilbao dedica al artista alemán la primera retrospectiva de un fotógrafo en sus 20 años de historia
El fotógrafo alemán Thomas Struth en el Museo Guggenheim Bilbao. EFE
Y si la fotografía fuese la historia imaginaria de esa realidad que está delante. Incluso el contenedor de todo lo que tiene de invisible lo que estamos viendo. Thomas Struth (Geldem, Alemania, 1954) llegó a la fotografía desde la orilla de la pintura. Fue al contacto con Gerard Richter, profesor de la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, y después con los fotógrafos Hilla y Bern Becher cuando giró los ojos a las cámaras y se quedó a vivir en ese espacio.
Alrededor de aquellos profesores se articuló la Escuela de Düsseldorf, con Candida Hoffer, Axel Hütte, Thomas Ruff, Andreas Gursky… Un nuevo concepto de la fotografía se hacía sitio. Y Struth, de todos ellos, asumió el camino más singular. En sus primeros trabajos, a finales de los años 70, registró cientos de calles vacías. No le importaba tanto el ser humano como sus huellas. El eco de su ausencia. «Las fotografías de la figura humana suelen ser anecdóticas, además de que la mayoría carece de fuerza histórica. Y eso no sucede con la arquitectura, por ejemplo», dice. En medio de la turbulencia de una calle vacía en Berlín, Nueva York, Nápoles, Tokio o Jerusalén, Struth reconoce el mundo.
El fotógrafo alemán Thomas Struth en el Museo Guggenheim Bilbao. EFE
En los años 80 comenzó también a retratar por dentro los museos. Después a la gente observando las obras en los museos. Y más tarde, fijó la evolución tecnológica a finales del siglo XX y comienzos del XXI. También retrató espacios naturales, animales muertos y familias. Todos son ecosistemas, animados e inanimados. «Mi interés por la fotografía no viene de la historia de esta expresión, sino a través de los álbumes de familia de mis padres. Cada vez que los abría quedaban muchas preguntas en el ambiente. Entre lo que ellos me habían contado y las imágenes que guardaban existía un vacío. Eso era lo que yo quería investigar», comenta Struth. Su padre fue herido gravemente dos veces en la II Guerra Mundial y «combatió en el bando equivocado».
Struth genera son su obra espacios. Unas veces épicos y otras íntimos. El gran formato y la definición de la imagen genera instantes de inquietud, de extraña complicidad, de extravío. Una de sus imágenes de la serie sobre museos, una escena del Panteón, alcanzó en subasta el millón de dólares. En ese momento pasó a ser el fotógrafo vivo más cotizado. Lo vive con cierta distancia, con asombro perezoso. Entre sus hazañas también está la de ser el primer fotógrafo contemporáneo que expone en el Museo del Prado. Y esta es la primera vez que el Guggenheim Bilbao dedica una retrospectiva -400 piezas, contando con su archivo- a un artista gráfico, abierta hasta el próximo mes de enero.
A Struth, obsesivo, paciente, alejado del concepto azaroso de «instante decisivo» de Cartier-Bresson, le interesa sobre todo lo que ocurre en quien mira algo. En quien observa. Qué deja en esa mirada. Qué se lleva irremediablemente. De qué manera aprendemos a ser animales sociales. Y cómo su fotografía puede ser un túnel del tiempo, una pregunta, un desafío, una nostalgia. Una quietud que no se explica de otro modo. Una forma de belleza.