Estrenada en 1824 y Patrimonio de la Humanidad desde 2001, la Novena representa el testamento de Beethoven. Su andadura, vinculada a grandes acontecimientos de los últimos siglos, refleja su importancia más allá del plano musical.
El 7 de mayo de 1824, Viena vivía con expectación la que iba a ser la primera aparición pública de Ludwig van Beethoven en doce años. El motivo: el estreno en el Teatro Imperial de su Sinfonía n.º 9 en re menor, op. 125, hoy informalmente conocida como la Novena. Toda Viena sabía que Beethoven, considerado entonces el más grande de los compositores, estaba completamente sordo.
El público que abarrotaba la sala contempló con reverencia cómo se colocaba tras el director de orquesta y seguía el estreno en una copia de la partitura, imaginando en su mente lo que los demás escuchaban. Para él, aquello era posible porque, como explica el profesor de Filosofía y crítico musical Jacobo Zabalo, “la música es matemáticas, es inteligencia. Los músicos del nivel de Beethoven no necesitan oír los sonidos físicamente, los tienen en la cabeza”.
Al finalizar el concierto estallaron los aplausos de un público conmocionado por lo que había visto y escuchado. La Novena era extraordinaria, no solo por su duración y magnitud instrumental, sino porque incorporaba un nuevo elemento: en el último movimiento intervenían cuatro solistas y un coro, que interpretaban el poema Oda a la Alegría, de Friedrich Schiller. Beethoven seguía enfrascado en su partitura cuando la ovación empezó y no reparó en ella, ni en los pañuelos que se agitaban en el aire, hasta que una de las solistas le alertó, tocándole suavemente el brazo. Solo entonces se inclinó y saludó a sus admiradores por última vez.
Genio inesperado
Después de aquella emotiva aparición se retiró de la vida pública. Tenía 53 años, una salud frágil y una vida agitada, atormentada incluso, a sus espaldas. Había nacido en Bonn en 1770, cuando la ciudad formaba parte del arzobispado de Colonia y del Sacro Imperio Romano Germánico. Su infancia, coinciden los historiadores, fue difícil. El grado de infelicidad varía en función de los autores, pero es indiscutible que aquellos años estuvieron marcados por un padre músico, mediocre y alcohólico, dispuesto a convertir a su hijo en un niño prodigio, como Mozart.
La disciplina férrea del progenitor, sazonada de golpes, no funcionó en un principio: a diferencia de Mozart, Beethoven no destacaría como intérprete hasta la adolescencia. Sin embargo, creció rápido, porque la salud de su padre se deterioró a causa de la bebida y perdió su trabajo en la orquesta de Bonn. A los diecisiete años, Ludwig era el cabeza de familia, y se había labrado una reputación como virtuoso del piano, incluso superior a la de Mozart, en el campo de la improvisación.