Es común pensar que la gran reducción de la población indígena en México ocurrió principalmente durante la conquista española, si bien ese fue un periodo devastador, una disminución igualmente crítica sucedió después de la Independencia, impulsada por las políticas de los nuevos gobiernos mexicanos.
Al consumarse la Independencia en 1821, se estima que los pueblos originarios representaban más del 70% de la población. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX, este porcentaje comenzó a caer drásticamente. Los censos oficiales muestran esta alarmante tendencia: de alrededor del 60% en 1808, se redujeron a apenas un 29% para 1921.
Pueblos indígenas en el México Independiente
Abolición de los sistemas de castas
Con la independencia, se abolieron legalmente las distinciones por raza (sistema de castas). La nueva nación declaró que todos los hombres eran “ciudadanos” iguales ante la ley. Esto, en teoría, era positivo, pero en la práctica tuvo un efecto perverso: volvió invisibles a los indígenas. Al dejar de ser categorizados como “indios” en los censos y registros oficiales, se les comenzó a contar simplemente como “mexicanos” pobres. Esto dificulta rastrear su número exacto en el siglo XIX y, más importante, permitió al Estado ignorar sus derechos específicos y necesidades como pueblos distintos. La igualdad legal enmascaró una profunda desigualdad económica y social.
Leyes Lerdo y los pueblos indígenas

Las leyes de desamortización (leyes lerdo) y la pérdida de las tierras comunales es uno de los factores más importantes. En 1856, se promulgó la Ley Lerdo, que luego se incorporó a la Constitución de 1857. Su objetivo era desmantelar la propiedad corporativa (de la Iglesia y de las comunidades indígenas) para crear una clase de pequeños propietarios y modernizar la economía. Las tierras que pertenecían colectivamente a los pueblos indígenas (llamadas “ejidos” o “tierras de comunidad”) fueron declaradas en venta. Aunque la ley decía que las tierras debían ser repartidas entre los habitantes indígenas, en la práctica fueron compradas a precios irrisorios por hacendados criollos y mestizos adinerados.
Los indígenas, despojados de su medio de subsistencia, se vieron forzados a trabajar en condiciones de semi-esclavitud (como peones acasillados) en las grandes haciendas que ahora ocupaban sus antiguas tierras. Esto destruyó la base económica y social de sus comunidades y los sumió en una pobreza extrema, facilitando su explotación y marginación.
Guerras y Asimilación Forzada
La vida en México después de la independencia fue increíblemente inestable: guerras civiles entre liberales y conservadores, la Guerra de Reforma, la Intervención Francesa y el Segundo Imperio. Los pueblos indígenas fueron nuevamente carne de cañón, sus tierras fueron escenario de batallas y sus recursos fueron requisados por los ejércitos, agravando el hambre y la miseria.
El Estado mexicano del siglo XIX, influenciado por ideas liberales y positivistas, veía a las comunidades indígenas como un obstáculo para el progreso. Se implementaron políticas para “integrarlos” a la nación, lo que en la práctica significaba que debían abandonar su lengua, cultura, vestimenta y formas de gobierno para adoptar las del criollo/mestizo. Esta presión constante por asimilarse contribuyó a la pérdida de identidad y a la disolución de comunidades.

La reducción no fue solo un exterminio físico masivo (aunque las guerras y epidemias sí causaron muchas muertes), sino un proceso multifacético: la reducción biológica (muertes causadas por guerras, hambrunas y epidemias), la reducción estadística (abolición de las castas) y la reducción cultural (La asimilación forzada hizo que muchos individuals y comunidades enteras perdieran su identidad indígena para ser clasificados como “mestizos”) hizo que en cuestión de 100 años la población indígena se redujera de manera tan drástica.
En esencia, el proyecto de nación liberal del México independiente se construyó, en gran medida, sobre el despojo y la marginación de los pueblos originarios. La pérdida de sus tierras comunales fue el golpe más duro, ya que las condenó a la pobreza estructural que persistiría por generaciones.
Proyecto Blanqueador
Imagina que una nación nace a la vida con un grito de libertad, pero lleva consigo una profunda contradicción. Así fue los primeros años del México independiente. Tras romper con España, el país no se construyó sobre la celebración de su rica herencia multicultural, sino sobre un ideal único y excluyente: el de ser una nación “blanca”, moderna y europeizada.
Este proyecto se conoce como un “proyecto blanqueador”. No se trataba solo de un ideal de belleza, sino de una política de Estado que buscó, de manera sistemática, reducir y excluir a la población indígena, que en ese momento era la gran mayoría.
La gran ironía fue que este esfuerzo por “blanquear” al país chocó contra una realidad abrumadora: México era, y sigue siendo, un país profundamente mestizo e indígena. El proyecto fracasó en eliminar la diversidad, pero tuvo un éxito trágico en marginarla: empujó a los pueblos originarios a la pobreza, la exclusión y la invisibilidad durante más de un siglo.
Al entender esta historia, comprendemos que la Independencia no fue un final feliz para todos. Para una gran parte de la población, marcó el inicio de una nueva forma de exclusión, quizás más sutil que la colonial, pero igual de poderosa: la que se ejerce en nombre del progreso y la unidad nacional, negando la riqueza de la diferencia.
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