Las plataformas tecnológicas compiten salvajemente por captar nuestra mirada y nuestro tiempo. Y todas ellas lo hacen a través de la construcción de universos casi autónomos que persiguen el capital de nuestros gustos y nuestro ocio. Por eso es extraño que “plataforma”, una de las palabras clave de nuestro presente, no acostumbre a ir acompañada del adjetivo que en muchos casos le corresponde: cultural.
En el contexto de una economía global en que la logística y el reciclaje se han convertido en negocios multimillonarios, tiene sentido que los grandes intermediarios de la cultura también se hayan transformado en agentes económicos principales, no por casualidad Amazon comenzó vendiendo libros. Spotify, YouTube, Vimeo, Netflix, HBO, Amazon, SoundCloud, iTunes, App Store, Filmin o Storytel son algunas de las grandes marcas culturales de nuestra época. Algunas de ellas tienen incluso el poder de incipientes mitos.
Su influencia en nuestros modos de consumo cultural está siendo superlativa. Aunque se articulen como archivos de archivos (de canciones, podcasts, discos, vídeos, películas, series, libros o audiolibros) su impacto va mucho más allá de la posible producción y de la decisiva distribución. Han ido imponiendo nuevos mecanismos de lectura, como el canal, la lista de reproducción, la app, las recomendaciones, el play automático del siguiente capítulo, la superproducción cinematográfica que no se estrena en cines o el lanzamiento de toda una temporada de una serie (eliminando de paso su serialidad).
Se han convertido en auténticas estructuras curatoriales, administradas por inteligencias colectivas, tanto humanas como matemáticas. Las plataformas digitales compiten con el museo y la biblioteca como nuevas instituciones de la memoria y la circulación de la información y del arte. Y nos conminan a pensar nuevos modos de prescripción.
Y de crítica cultural, por tanto. En los cinco siglos de la Galaxia, Gutenberg el autor y la obra han estado en el centro de la interpretación. Las plataformas, con su acumulación de objetos culturales, amplían brutalmente el foco. Si deseamos entenderlas en su complejidad es necesario desplazar y amplificar la mirada, para tratar de adivinar las relaciones que trazan esos ojos panópticos que procesan millones de datos tanto de los propios textos como, sobre todo, de las experiencias de recepción.
“Leer Netflix como una serie de algoritmos, interfaces y discursos resulta mucho más instructivo para comprender su papel como máquina cultural que leer los productos culturales producidos por el sistema”, Finn.
La idea de biblioteca nos ha sido tradicionalmente útil para ir asimilando las nuevas formas del archivo. Pero en los últimos años la palabra “archivo”, para la mayoría de la gente, ha dejado de significar conjunto para significar unidad: de texto, de audio y vídeo. Añadimos mecánicamente, durante siglos, el sufijo “teca” (“armario”) para que las variaciones no, nos rompieran los esquemas: pinacoteca, hemeroteca, filmoteca, discoteca, mediateca; pero la palabra “plataforma” no solamente no termina en “teca”, sino que además no sigue los sistemas de clasificación y de búsqueda de la biblioteconomía y de las ciencias de la información.