Una visita obligada para todos los que llegan a la capital rusa es la catedral de San Basilio, la estampa más icónica de Rusia. Es común que en estos días en los que el calendario mundialista le ha dado algún descanso a los moscovitas estadios Spartak y Luznhiki, los aficionados latinoamericanos mayoritariamente se presenten desde temprano a sus puertas.
La catedral fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1990, junto con todo el conjunto arquitectónico del Kremlin, acaso el sitio no futbolístico más visitado desde el pasado 14 de junio. Los vendedores de souvenirs que se asoman a sus afueras, huyendo de adustos policías que los desalojan rápidamente, son el indicativo del montón de turistas que se agolpan en su fachada.
Una vez que entras, te queda un recuerdo para toda la vida. Es que lo imponente de su efigie, de su frente, la corona bombacha de sus torres, todo eso queda contrastado con lo estrecho de los espacios en su interior, cada uno con unas representaciones artísticas que entrecortan el aliento.
San Basilio consta de nueve hermosas capillas independientes que se interconectan a través de pasadizos. Insisto, desde afuera da la sensación que es una construcción de elevados cielos falsos, pero desde adentro queda la sensación de estarte moviendo en una cueva.
La iluminación es precaria, apenas una lámpara con un estilo muy antiguo; los rayos de luz apenas logran penetrar e iluminar lo suficiente. Esa sorprendente particularidad de su estilo impide mantenerla abierta al público en invierno, al menos de modo ininterrumpido.