Walter Elias Disney nunca hizo amago de esconder al niño que siempre fue. El mismo que, con apenas siete años, ya vendía algunos de sus bocetos a los vecinos. Hijo de un carpintero y una maestra, comenzó a trabajar dos años más tarde como repartidor de periódicos del Kansas City Star para contribuir así al sustento de la familia. Y, sin haber cumplido los 17, falsificó su partida de nacimiento para enrolarse como soldado en la Cruz Roja y combatir en la I Guerra Mundial.
Estos antecedentes no disiparon nunca de su cabeza la idea de ser dibujante. Tanto que circula el rumor de que, en pleno conflicto bélico, Disney ocupaba sus ratos libres llenando de dibujos la ambulancia que conducía. Tras el fin de la guerra, regresó a Kansas City para comenzar allí su carrera, diseñando viñetas publicitarias. Fue en 1920 cuando creó y comercializó sus primeros dibujos animados, que luego perfeccionaría mediante un novedoso método que combinaba imágenes reales y animación. Su siguiente parada fue Hollywood, donde fundó junto a su hermano Roy el estudio que revolucionaría la narrativa visual y la industria del entretenimiento. Cuentan que ambos hermanos estuvieron tan unidos que, incluso, se llegaron a construir dos casas idénticas en Los Angeles.
Tras su paso por Barcelona, la muestra Disney. El arte de contar historias aterriza en Madrid recopilando un total de 215 piezas entre dibujos, pinturas, impresiones digitales, guiones, notas de producción y storyboards que narran la historia del popular estudio, comenzando por Los tres cerditos (1933) y acabando con Frozen (2013). Una selección tan amplia como lo fue el abanico de técnicas que el productor puso a su disposición para dar fondo y forma a sus personajes y escenarios: desde la acuarela, el carboncillo o el pastel, hasta el grafito, la tinta, los acrílicos o la pintura digital. Cualquier opción era válida para colorear ese universo de entretenimiento que, según palabras del propio Disney, “no distingue entre mayores y pequeños”.
Con el paso de los años, este heterogéneo público ha sido testigo de las múltiples versiones de una narrativa que no ha cesado de modernizarse sin renunciar por ello a su esencia. Mitos, fábulas, leyendas y cuentos de hadas se han consolidado así como argumentos imbatibles con los que convertir la animación en un verdadero arte. Sirva de ejemplo Blancanieves y los siete enanitos (1937), el primer largometraje de animación de Disney, en el que mimó con sumo cuidado y detalle el desarrollo de todos y cada uno de los personajes. Para ello, buscó inspiración en la tradición literaria europea, hasta decantarse por uno de los cuentos de los hermanos Grimm, publicado por primera vez en el año 1812.
Tampoco podían faltar en la exposición alusiones a La bella durmiente (1959), en cuya adaptación Disney aporta elementos nuevos como, por ejemplo, la reducción del número de hadas. Sin embargo, fue la célebre Maléfica quien acaparó más atenciones por parte del productor. “De todas las emocionantes leyendas de príncipes y princesas, de brujas y hadas, y del triunfo del Bien sobre el Mal, siempre he encontrado La bella durmiente la más emotiva”, aseguró el propio Disney en el mismo año de su estreno.
Dos décadas atrás, Disney ya había considerado la posibilidad de rodar un filme con imágenes reales sobre la vida de Hans Christian Andersen, autor de títulos tan célebres como El patito feo, Pulgarcita o La princesa y el guisante. Su idea era que la cinta también incluyera algunas de sus historias mediante pequeñas secuencias de animación, entre las que se encontraba La sirenita. Pese a que este proyecto no llegó a ver la luz, la encantadora Ariel saltó a la gran pantalla en 1990, tras una larga preproducción. Howard Ashman, productor y compositor de la cinta, “estaba convencido de que, gracias a la animación y sus características, el público aceptaría sin problemas la convención de que los personajes rompan a cantar”.
Mundialmente conocido como el padre de Mickey Mouse, a quien Disney prestó con orgullo su voz durante la friolera de 16 años, el popular ratón no podía permanecer ausente. A modo de anécdota, cabe mencionar que, tras celebrar su 50 aniversario, Mickey Mouse se convirtió en 1978 en el primer personaje de dibujos animados en obtener una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. Pese a su indiscutible reconocimiento, el ratón vio en 1949 cómo su popularidad se vio superada por la de otro de los éxitos más rotundos de Disney: el Pato Donald.
Cuatro años después de que Eleanor Roosevelt, primera dama de Estados Unidos, enviase una carta en la que encarecía a los estudios que contaran la historia de Pedro el, desgreñado, firmada por el alemán Heinrich Hoffmann, Donald apareció protagonizando dicha historia en clave de fábula.
Otra de las míticas narraciones que encontró posteriormente su réplica en la gran pantalla es la Leyenda del Rey Arturo, cuyos primeros testimonios escritos datan del siglo IX. Aunque Walt Disney nunca lo supo, sirvió de modelo (espiritual) para el personaje del célebre mago en Merlín, el encantador (1963). El guionista Bill Peet calificó en cierta ocasión a ambos como unos “genios brillantes, malhumorados y traviesos”. Hoy en día, la cinta sigue manteniendo su encanto.
Como todo cuento que se precie, la exposición presenta sus propios planteamiento, nudo y desenlace, que culminan con la llegada al castillo, el símbolo de sus parque temáticos y de su productora, donde, ya se sabe, las historias siempre terminan bien. Lo dijo el propio Disney, “todos nuestros sueños pueden convertirse en realidad si tenemos la valentía de perseguirlos”.
Fuente: El Mundo
Universidad Internacional Uninter
Licenciatura en Animación y Diseño Digital